Lolita (1966). Imagen perturbadora de la actriz Sue Lyon interpretando a una nínfula adolescente.
Por: Jesús Coa Begazo
Hace un par de
días, retornando de un pueblo de literatura – del cual me ocuparé en otro
momento – atravesé por una experiencia siempre inquietante: cruzarme con bellas
putitas.
Viajaba conjuntamente con otras seis personas en una camioneta marca VOLVO
cuando el vehículo detuvo la marcha, debido a la congestión vehicular. Ello
obligó a sus ocupantes a dejar de lado algo de la timidez y reserva propia de
personas cuya vinculación mayor suele ser únicamente el imperceptible CO2 que
se emana y respira dentro de un espacio compartido. Así, conocí a Jorge, un
adolescente flacucho de 16 años sentado a mi costado; y a Roger, conductor y
propietario de aquel cacharro, año 84 en el que viajábamos. Bajamos de la
camioneta con la intensión de estirar las piernas. Roger, mostraba la actitud
franca y directa que caracteriza a la gente de costa, tenía barrio.
- Esas dos son putitas – dijo. – Vienen a trabajar a la mina… ¡están bien
ricas! Acotó.
Confieso que por más que me encuentre con la predisposición de proyectar
imagen de hombre recorrido “con cancha”, mi niñez monse y mi condición de
autista de la pendejada terminan por
traicionarme develando a un niño bueno y sano. Esta no fue la excepción así que
tan sólo atiné a responder.
– Sí – esforzándome lo más posible
en responder con el tonito lascivo
aguarrentoso propio de los varones cuando se refieren a las “altas cualidades”
de las damas.
Con la intensión de no quedar en ridículo, busqué llevar la conversación
por otro lado confiando en que mi respuesta concreta hubiera satisfecho la sed
de morbo con la que las conversaciones de machos terminan envueltas. Confieso,
sin embargo, que en realidad tenía curiosidad de saber más. Quería saber si eran
trabajadoras habituales, ¿cómo sería su vida fuera de la jornada
laboral?¿tenían amigos?¿tenían familia?¿eran ninfómanas?¿les gustaba, lo hacían
por necesidad, o las dos cosas?¿tenían enamorado, alguna vez lo
tuvieron?¿gritaban como en las películas porno cuando llegaban al
orgasmo?¿tenían orgasmos? ¿Qué posición preferían?¿Cuánto cobraban? Etc. Muchas
otras preguntas llegaron mientras mi mente proyectaba una secuencia de imágenes
sugerentes obtenidas en su mayoría de cinematográficas gringas calatas, “comelonas”
y gritonas.
Hasta ese momento, los pantalones ya reclamaban mayor holgura que la
permitida por la correa y el tiro. Se venía el denominado “plan carpa”, pero la
bendita moralidad, hija putativa de la religión, se interpuso entre el deseo y
una erección completa. Sentí como si Cipriani me jalara los huevos.
Por otro lado, mi formación ideológica marxistoide me compelía a pensar en
las causas económico sociales que impulsaban a tales jovencitas a enajenar su
cuerpo mercantilizando el deseo y seguramente padeciendo la plusvalía ejercida
– curiosamente – por los miembros del proletariado obrero de la empresa minera.
¡Qué falta de conciencia de clase!
Pero bien, las circunstancias encontraron a este caminante y no a la
inversa. Así que decidí proceder con instinto y metodología científica. Al
final de cuentas, todo sea en nombre de la ciencia. Así, de la observación pasé
a la formulación de diversas hipótesis (más bien fantasías perversas).
Eran unas jovenzuelas bien nutridas, con formas núbiles. Sus “tetamentas” y
“nalgamentas” – a decir de Marco Aurelio
Denegri – reflejaban unos veinte o veintiún años; no hizo falta ningún
antropólogo para confirmar tal especulación. Ambas chicas eran bonitas; más
bien, tan sólo una de ellas. Tenía cara de ángel. Y a pesar de no coincidir con
el arquetipo de pretty woman
difuminado por todo occidente, uno podía enamorarse de ella confiando en que
tal sentimiento encontraba fundamento. De la otra, además de su buena figura y
disposición anímica, podríamos describirla con la popular frase lacónica de era buena gente.
Bueno, lo cierto es que me vi tentado a regresar al asiento posterior de la
camioneta, y sentarme algunos minutos con el celular en la mano mientras ideaba
la mejor forma para acercarme y entablar una conversación. De rato en rato
aprovechaba el bien montado espejo retrovisor del vehículo para mirar
disimuladamente su carita de nínfula, sus ojitos lindos y su boquita escoltada
por dos labios delineados con carne color lujuria. Me detenía elaborando la
cartografía de su cuerpo hasta donde el espejo y la sutileza permitían. Una
sensación de curiosidad máxima, de morbo, de fantasía, de deseo circulaba
nuevamente por mi pecho. No fue amor, estoy seguro ¡pero cómo se parecía! Tanto
que me llevó a pensar que cupido alistaba su flecha nuevamente aunque en
dirección contraria a la gravedad y a la prudencia.
– ¡Tranquilo cupido! – pensé dentro mío al tiempo que escondía “la flecha”
con la mochila sobre mis muslos. Retornaba a la época de la rebelde
adolescencia prisionera de los cambios hormonales.
La fila de vehículos se mantenía quieta cuando ella preguntó hasta qué hora
estaríamos estancados. Salí del trance respondiendo irónicamente que no
consideraba que fueran más de dos o tres “horitas”. Ella respondió con una sonrisa
cómplice que hizo coro con la de su compañera. Iniciamos la conversación averigüando que el ángel se llamaba Leticia,
o simplemente Leti; y su amiga buena
gente Milagritos.
A medida que pasaron los minutos, el tránsito se restituyó y Roger volvió
al timón. Se sentía satisfecho en el trono del volante con sus lentes oscuros que combinaban
perfectamente con la piel ennegrecida maltratada de su rostro.
Por parte nuestra, las chicas y yo intercambiábamos bromas, preguntas y
respuestas en doble, triple y cuádruple sentido. Ello me permitió valorar su
agudeza intelectual ya que a pesar de lo libidinoso, no caía en la forma vulgar
de chacota con la que usualmente se aborda tales situaciones. Debo reconocer
que la más hábil era Milagros quien de alguna forma compensaba con ingenio los
pocos atributos físicos de su rostro. Era su revancha contra la injusticia de
la naturaleza a la que aluden diversos filósofos y pensadores, entre ellos Hans
Kelsen. Confieso que en otras circunstancias me hubiera sentido atraído, como
estoy seguro se sintieron muchos. Pero existía un impedimento para ello: Leti.
Ya que, mientras con una mi raciocinio encontraba divertimento, con Leti mi cuerpo se estimulaba por completo.
Con ella exploraba otras sensaciones, otros mensajes, otro lenguaje. Ya que
mientras conversábamos, nuestros cuerpos, manejaban un código paralelo
totalmente distinto pero más profundo, más intenso, más completo. Era una
sensación distinta a cualquier otra que parecía provenir a veces del pecho, a
veces del estómago; irradiaba todo el cuerpo y desembocaba en el encuentro de
nuestras miradas que por fracciones de segundo encontraban un punto de
coincidencia retornando después de forma inmediata a su curso habitual;
nuestras rodillas eran puente para las caricias más disimuladas al tiempo que
nuestro ritmo cardiaco empataba acelerado al igual que nuestra respiración que
comprometía la modulación de nuestras voces.
En esos momentos, el tiempo se altera. La percepción del mismo se anula
hasta que llegas al destino y tienes que romper ese vínculo. Asumes que el
presente muere a cada instante asesinado por la dura realidad que de diversas
formas apuñala. En ocasiones es con un “tiene esposo” “ya tiene flaco”, “no hay plata”, “es muy
caro”, “eres muy joven”, “ya te pasaste de la edad”, “es una jugadora”, “es una
puta”; mientras que en otras sólo hace falta una voz que te indique: “último
paradero señores”. Éste fue el golpe que trajo con dolor la conciencia plena de
la inevitable separación.
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